Hace muchos siglos la lengua griega empleaba la palabra tecné, tecnai, de la que deriva tras muchas vicisitudes la castellana y nuestra española técnica, para referirse al dominio humano del hacer o de los haceres y quehaceres. Por ejemplo, solía usarse para nombrar de manera amplia y general los saberes prácticos marítimos y de navegación, la medicina, la alfarería, la construcción de casa, templos, ágoras y mercados, edificios públicos, teatros, y de otras suertes de actividades del ingenio. Por añadidura el vocablo era empleado para referirse a la preparación, transformación y uso diverso de los minerales, metales y en relación a la generación y conservación del fuego. Curiosamente, además, para referirse a la retórica o arte de las palabras y a la misma escritura y gramática. Más aún, nombraba la pintura de frescos, elaboración de esculturas, procedimientos teatrales y música. Lo que hoy separamos como arte por un lado y técnica por otro, entonces no ofrecía distingos.
Cada cultura entrante, a la saga de esa historia de la lengua griega relatada por el discurso occidental, heredó o recibió ―en la mayoría de los casos, ambas― a través de la traducción al latín y después a las lenguas romances hoy vivas, la distinción semántica entre las nociones referidas e ingresó pequeñas o grandes transformaciones en su empleo y especificación. Así se fue modificando, mutando y desplazando-sustituyendo las determinaciones de lo técnico, su valor significante y su estado o estatus. Hoy es necesario pensar su especificidad como nombre para ayudarnos a describir, clasificar nuestras culturas y, de manera decisiva, explicarnos el lugar privilegiado que le otorga el discurso de la modernidad y de la globalización capitalista. ¿Posee algún rasgo o sentido propio la técnica pese a su identidad de carácter instrumental, y por lo mismo, su condición de medio regido por fines o finalidades?
Y lo mismo puede preguntarse de lo que une o separa el ejercicio artístico y el técnico. Mientras el pensamiento estético y la teoría del arte todavía intentan ofrecer un nuevo sentido del arte y su vocabulario, insistiendo obstinadamente en lo propio de la producción artística, en lo que la distingue de otros haceres y la vuelve deseable y extremadamente importante culturalmente, desde otros territorios del conocimiento y de los saberes contemporáneos se amalgama la técnica con actividades de otro cuño: oímos hablar de tecnociencias, por ejemplo, cada vez más, aunque su unión o confusión, como quiero sostener, deriva del siglo XX.
Así las cosas, sumado a la discusión sobre la inconveniencia de utilizar el apelativo tecnociencia para referirse a emprendimientos epistémicos recientes, sería recomendable proponer la nueva relación entre el arte y las técnicas, sin reducir estas últimas a recursos o instrumentos del primero. Se trata de una nueva relación en el sentido de pensar vínculos y ofrecerlos al debate contemporáneo. No implica un imposible viaje al pasado de la cultura occidental, una vuelta a la condición griega de nuestra cultura. Ello por muchas razones. Por ejemplo, no se desea proponer discursos nostálgicos ni memoriosos; simplemente creemos que el pensamiento crítico demanda un uso productivo del vocabulario de la experiencia. Es desde la experiencia contemporánea desde donde discutiremos la nueva asociación y no desde una imposible máquina del tiempo. Ahora bien, también hay motivos para pensar confabulaciones entre la producción artística contemporánea y la tecnología. El más importante sería el orientar el debate en el marco, más o menos flexible, del valor de la invención por encima de otros valores actuales. Una invención que debemos, y esto se sumará a los motivos, separar de la innovación. Sobre todo, porque esta última adquiere sentido únicamente como productora de cosas u objetos, es decir mercancías para el mercado capitalista. Así la innovación es capitalista en la medida en que su proceder es medido por el interés en la ganancia de empresas e industrias en competencia por apropiarse y monopolizar los mercados. Junto con los motivos anteriores, debemos puntualizar efectos del diálogo constructivo entre técnica y arte. El determinante sería el siguiente: después de abandonar sin remordimiento alguno la reducción instrumental de lo técnico, tras alejar el pensamiento técnico de la lógica medios/fines como buscadora del índice de rendimiento, podemos ver aparecer una experiencia de la técnica que modifica y reconfigura según ciertos vaivenes temporales y territoriales, lo que se ha llamado mundo humano, y por tanto humanidad, no como pasado sino como porvenir abierto a relaciones con nosotros y nosotras mismas, y con otros vivientes que comparten los horizontes de nuestra temporalidad y que han resultado agraviados por la tecnología, o a través de ella. Es este por-venir humano el marco virtual, políticamente utópico incluso, desde donde volvemos a pensar las relaciones entre técnica y arte. Por el camino iremos considerando que el rasgo más interesante de la producción artística no es el producir objetos u obra, sino obrar sobre la fuerza para modificar lo humano, tanto la figura del individuo como la figura, mucho más apetecible, de la comunidad de cuerpos, entendida primariamente como modalidad de la recepción y de la producción de obra artística.

La lectura y operación crítica propuesta inicia pasando revista al vocabulario un tanto confuso o ambiguo para nombrar el dominio técnico. Hoy en día hemos conservado algunos significados que esporádicamente han poblado la historia de las lenguas occidentales. Por ejemplo, lo perteneciente o propio de lo instrumental, el saber del uso, fabricación y mejoramiento de las herramientas, las máquinas, los aparatos. Sin olvidar su condición o atributo de prestarse al intercambio, o más bien a la transmisión de sus tipos, modalidades de empleo y éxito final. La finalidad, por lo general, gobierna la propia instrumentalidad técnica, entendiéndola como secundaria respecto al objetivo o fin ideal o intelectual. La primera pertenece a la cultura entendida también como contribución humana al mundo, y por tanto al pensamiento que inventa y organiza esa finalidad, confiriéndole un sentido antropológico y restando ese sentido de aquel proceder y herramienta que la lleva a cabo. En definitiva, esta manera de pensar lo técnico impone una jerarquía no sólo a nivel de los fines y de los medios para lograrlos, sino de manera más preocupante, mediante una jerarquía de la división de trabajo donde lo intelectual o racional se impone como autoridad sobre la realización. Esta oposición entre trabajo intelectual y manual, estructura las eventuales relaciones sociales que oponen el trabajo asalariado al capital que pone sobre la mesa ideas, diseño y por supuesto recursos monetarios. Salta a la vista que hablamos tanto de jerarquías como de usura o más bien explotación y plusvalía como sistema que estructura nuestro pensamiento y práctica, modernos. Así mismo, en el fondo del pensamiento de la técnica, late la fantasía de que no es la fuerza del cuerpo o de la mano lo que revela el poder humano sobre el mundo y sobre sí, sino el poder de la mente, de la idea, de la inteligencia la que lo hace. Con ello este pensamiento ideológicamente hegemónico (pues se reproduce y transmite mediante aparatos ideológicos como la universidad y los tecnológicos, es decir la educación superior distinta de la educación de los trabajadores y operarios), ha negado continuamente la sabiduría del cuerpo y de los cuerpos. Esta nunca nos defrauda. Si aún no puede nuestra racionalidad moderna reproducir o explicar convenientemente como seres humanos con poco dominio sobre la naturaleza pudieron construir edificios impresionantes, mover piedras gigantes, detener ríos, y muchos otros etcéteras, la sabiduría procedente de los usos unidos y colectivos de los cuerpos no reclama explicación sino observación. Otra observación que estamos llamados a poner en marcha.
Ahí está esa sabiduría en su pluralidad organizando horizontalmente la vida. A diferencia de la técnica o de la tecnología seleccionada y apropiada por el capital a través de la normatividad jurídica, mediante el programa de patentes y copyright, es decir derechos de copia, la sabiduría técnica no se reduce a objetos, cosas o productos patentables, rápidamente introducidos al mercado del consumo y a la producción de otras mercancías. Por eso la elección del ejemplo del fuego o del alfabeto1 como propiamente tecnologías. Técnicas e inventos colectivos, aunque a lo largo del tiempo se han visto una y otra vez expropiados por intereses privados, de instituciones y poderes. En los dos podemos distinguir áreas o unidades: el saber-hacer mismo, modalidad realizada por uno o varios cuerpos de seres humanos o sus partes, repetible y por tanto fácilmente transmisible de boca a boca o mediante el ejemplo y su conexión con la experiencia compartida; el instrumental producto de la modificación, transformación o fabricación de implementos para hacer fuego o inscribir sobre una materia específica, como en nuestros dos ejemplos. Ambos son ciertamente antropológicos pues como cultura hemos acordado valorar las habilidades instrumentales del género humano y su condición histórica sostenida por el supuesto del dejar huella inscripcional o escritura. Sin duda merecen ambos ejemplos una crítica descentradora: hay historia humana más allá de la inscripción y escritura, y la conservación del fuego es muestra más de prácticas culturales que pragmáticas, incluyendo la instancia culinaria, hoy lamentablemente monopolizada por el mercado de restaurantes privados.
(Primera parte)